La escena no es la normal. No es lo mismo. No tengo dudas de que Nicolás se dio cuenta. Hay un aire en la sala de tristeza, de inseguridad, de confusión. Claro, él indudablemente hace como si nada pasara (¡cómo lo conozco!). Date cuenta. Date cuenta que estoy fingiendo estar bien. ¡Date cuenta! Quiero gritarte: ¡me hacés mal!
Quiero hablar de ésto que me pasa y te lo digo.
- Pero Analía, si nunca fuimos nada. – me decís.
Lo siento. Muchos sentimientos a la vez. ¿Qué me pasa ahora? La confusión desaparece; siento lo de siempre pero más. Empiezo a entender todo. Por eso me tratás así; por eso no te importo. Por eso me mentís. Claro, porque somos nada (no, no me olvidé un no). Por eso te vas sin motivos. Por eso volvés. Si total somos nada (otra vez). Porque somos nada tenés derecho a llamarme cuando te aburrís y a desaparecer cuando te volvés a aburrir. Por eso ahora me dejaste. Qué ilusa Analía, pobre. Qué tarada me siento, qué imbécil. ¿Cómo no me pude dar cuenta antes de lo que pasaba? ¿Será que nunca me demostraste que éramos nada? ¿Y por qué ahora me venís a decir ésto? Con la peor sensación en la garganta, junto fuerzas para decirte:
- Jajaja, ya sé que no somos nada.
- Jajaja, ya sé que no somos nada.